Cuando éramos pequeños creíamos ciegamente en aquella leyenda urbana que nos contaban nuestras madres sobre el corte de digestión. Aún hoy, a los treintaytantos, se indignan cuando insinuamos que eso de esperar dos horas de reloj a volver a meterte al agua después de comer es una tontería. Pero entonces teníamos dos opciones: contentar a mamá esperándonos o engañar al organismo dando el último mordisco del bocata dentro del agua.
Esperar. Siempre se me ha dado un poco mal. Intento sobrellevarlo haciendo otras cosas para olvidarme de que estoy esperando. Hace muchos años, mientras pasaba el tiempo prudencial que aleja la posibilidad de sufir el mitológico corte de digestión en la playa, tuve una idea. Íbamos a construir un ancla para ir con la barca hinchable donde quisiéramos, dejándola amarrada al fondo mientras buceábamos. Así que agarramos un trozo de madera que vimos por ahí y nos pusimos manos a la obra, tan obsesionados con lograr el objetivo que no nos dimos cuenta de que estábamos tomando el camino equivocado: habíamos olvidado que la madera flota.
Ahora sé que la paciencia tiene su recompensa, por muy larga y difícil que pueda parecer la espera. Soy un poco como el petirrojo que no para de moverse en esa ramita. No siente ninguna amenaza y no necesita cambiar de postura, pero no para quieto. Sólo son tres noches. Salta y salta en su ramita, ahora hacia aquí, ahora hacia allá. Cuando llegue lo que está esperando estallará de emoción. Pacientemente canta y observa lo que tiene alrededor entre saltito y saltito. Mira el reloj constantemente. Las nueve y veinticinco. Las diez y cuarenta. Las once y cincuenta y cinco. Tus ojos buscando los míos entre la multitud. Aquí estamos por fin.
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