Te sumerges para bucear con la intención de cruzar la piscina de un tirón. Al sentir que se te acaba el aire, intentas salir a la superficie para respirar y, justo antes de asomar la cabeza, algo te vuelve a empujar hacia abajo. Esa sensación de angustia que te invade cuando creías que estabas a punto de terminar algo importante pero te das cuenta de que todavía falta mucho. Empezar a creer que estás saliendo del laberinto y descubrir que en realidad aún sigues dando vueltas. Vivir en un déjà-vu de setos armónicamente recortados.
Un déjà-vu donde el tiempo salpica en todas direcciones. Te gusta pensar que las cosas malas van quedando atrás lentamente, aunque a veces vuelvan para darte algún que otro coletazo. Sí, suele pasar, pero empiezas a tener la certeza de que las cosas buenas lo están invadiendo todo de forma cada vez más vertiginosa. Estamos cruzando el desierto sin perder de vista los oasis que asoman en el horizonte. Puntitos verdes que hacen el camino más llevadero. Donde cada nuevo oasis es más grande, más verde y más vivo que el anterior. Hoy visito el quinto y parece mentira que ya haya pasado tanto tiempo desde que Aomame se puso a bajar las escaleras de emergencia de la autopista.
Como si pulsaras un botón gigante con la palabra desconexión escrita en grande, ayudas a relativizar todo lo malo dejando aparcados los problemas. Como también haces con esa sonrisa que aparece en tu cara cuando te toca un simple reintegro después de echar diez o quince primitivas sin premio. Conviertes un pequeño destello de optimismo en una explosión de felicidad. Levantas la cabeza de nuevo y te vuelves a fijar en la superficie. El led naranja ya está parpadeando. Tienes una notificación: en breve podrás salir a respirar.
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