miércoles, 29 de octubre de 2014

Cómo me enamoré de tu gata


Como en toda primera cita gatuna que se precie, el día que te conocí empezaste a olisquearme. Acerqué mi nariz a tu hocico para saludarte y enseguida fuiste a analizar cómo olían mis zapatillas y mi mochila. Esperabas que el tío este por fin te ofreciera de comer algo de pavo, por eso no tardaste en hacerme la croqueta y demás monerías a mi paso. Me conquistaste casi tan rápido como tu dueño.

Unos cuantos meses después puedo decir que hemos empezado a entendernos. Más o menos. Ya no me muerdes tanto ni me das tanta alergia y yo a cambio no te levanto mucho del suelo e intento darte una chuche cada día. Por las noches respondes a mis miaus y hasta me traes tu ratoncito de juguete para que te lo lance. "Momiji, eso lo hacen los perros". "Miaus", me contestas dando un golpecito al ratón con tu hocico, como diciendo "venga, tíramelo otra vez".

Por las mañanas, en cambio, no hay quien te arranque una respuesta. Ni gritando tu nombre por el pasillo te dignas a abandonar el respaldo del sofá, ese que estás deformando porque, acéptalo, te estás poniendo regordeta. Me acerco, te llamo una vez más y lo más parecido a una respuesta es tu mirada de indiferencia. "Me voy al súper, Momiji". Ni caso.

Pero cuando llega la mañana en que me vuelvo a Barcelona, te encuentro tras la puerta del dormitorio esperándome. Miaus, miaus. Me sigues al baño, me sigues a la cocina, te refriegas en mis pies mientras me tomo apresurado el café y metes tu cabecita en mis zapatillas cuando intento calzarme. Incluso me acompañas a la puerta de la calle. Como si en lo más profundo de ti supieras que no nos vamos a volver a ver en unas semanas. Como, sin decirlo, me quisieras demostrar cuánto vas a echarme de menos. Como si fuera tu forma de decir "yo también te quiero". Porque yo te quiero, Momiji. Miaus.

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