Empecé el año fingiendo que todo iba bien. No quería arruinar la Nochevieja a mis amigos, pero fingir se me da muy mal. Como un velero sin vela, que no puede disimular que es la marea quien le arrastra. En 2014 cobró más fuerza que nunca lo de año nuevo, vida nueva. Un año de cambios en mayúsculas. El cervatillo al que le temblaban las piernas sin dejar de sonreír tuvo que aprender a hacer malabarismos. Con una mano, malabarismos económicos. Con la otra, malabarismos de gestión del tiempo. Y mientras lanzaba ambas pelotitas al aire, malabarismos con la vida.
Al principio se me caía todo, pero poco a poco fui dominando la técnica y, con el estrés al cuello, le pillé el truco. Ya llevaba unos meses ensayando antes de verme obligado a hacerlos cada vez con menos fallos. Llegó el día de la gran actuación y todo salió según estaba previsto. Corrió la voz y hasta vino a verme gente desde muy lejos, y encima no podía usar los brazos para secarme las lágrimas. Muy lejos también ese día estaban mis ojitos brillantes, esperando un mensaje de todo ha ido bien. Y llegó. Y por fin pude salir corriendo a comprar ese girasol imperfecto, ese que buscaba el oeste antes del atardecer porque decía que lo más bonito de esa puesta de sol empezaba ahora.
Hace falta un corazón bien grande para compensar el enorme peso que este año han tenido las cosas malas. No es necesario esperar cinco minutos antes de la cuenta atrás para hacer balance de lo bueno y malo. Porque yo tengo muy claro qué ha sido lo mejor que me ha pasado este año y brilla tanto que relativiza todo lo demás. Brilla tanto que lo puedo ver desde muy lejos, incluso en los días que me levanto hundido. Brilla tanto que cuando cierro los ojos sigue aquí. Brilla tanto que pienso acabar el año abrazado a él.